En los inicios del cine las películas solían exhibirse en cafés y teatrillos. El nuevo medio despertaba la curiosidad de gentes que acudían para admirarlo sin prever el potencial artístico y expresivo que más adelante lo convertiría en el Séptimo Arte. Defenestrado por los intelectuales, que lo creían vulgar, fue transformándose de retratos documentales para dar paso a narración de historias y arrastrar a un público cada vez más numeroso.
Para aplacar el infernal ruido de las máquinas de proyección y amenizar a la audiencia, algunos propietarios contrataron a pianistas, sin que su labor importase demasiado a nadie. Una versión sobre aquellos ambientes la dio Harpo Marx, quien a principios de Siglo XX se ganaba la vida de esa forma, junto con su hermano Chico:
Conseguí un empleo como pianista en un cine de barrio. Había aprendido un montón de imaginativas variaciones sobre mis dos piezas, suficientes para acompañar cualquier tipo de películas sin que la gente se diera cuenta de que me repetía. Para las comedias, “Waltz Me Around Again, Willie”, tocada dos octavas arriba y rápido. Escenas dramáticas: “Love Me and the World Is Mine”, con un trémolo en las bajas. Escenas de amor: un trino en la mano derecha. Para las persecuciones: cualquiera de las dos piezas, tocada demasiado rápida para que no fuese posible reconocerla (...) El local estaba mal ventilado y apestaba. La gente hablaba, comía y roncaba durante las películas. Los niños gritaban y se perseguían por los pasillos. Por alguna razón, las madres que daban el pecho preferían sentarse delante, cerca del piano. Tal vez pensaban que la música era un buen acompañamiento tranquilizador para los bebés que mamaban. De cualquier manera, me divertía con ellas. En medio de una escena apacible tocaba un acorde con todas mis fuerzas, solo para ver los pezones saltar de la boca de los bebés (...) Una tarde, en medio de la película, mi madré bajó por el pasillo del cine hasta el piano. Me ordenó que dejara el piano inmediatamente y fuera con ella. Sin una pregunta, me levanté del taburete y la seguí fuera del cine. No creo que el público se diera cuenta de que la música se había detenido. Siguieron hablando, atracándose, durmiendo y dando el pecho a los bebés. (Marx, H.: ¡Harpo Habla! (Montesinos, 1988). P. 74-75.)
Aparte de amenizar la velada o ayudar a las madres a dar el pecho a sus bebés, los intérpretes musicales tenían como misión subrayar la acción y hacer entender instantáneamente que un personaje debía ser abucheado o aplaudido, porque con la música podría identificarse más fácilmente quien era el héroe, quien el malvado, el grado de peligro o la fuerza del amor. Poco a poco se incorporaron ideas que permitieron dotar de mayor dimensión sonora a los filmes, como por ejemplo que desde la parte trasera de la pantalla se efectuaran ruidos en momentos adecuados. Muchas veces el pianista improvisaba y en otras recibía instrucciones precisas o partituras completas enviadas junto a las copias de las películas. Pero la música era, en su mayor parte, preexistente, arreglada para la ocasión, hasta que la instauración de los derechos de autor, en la primera década del Siglo XX, obligó a un procedimiento más estandarizado, que tomó la forma de fragmentos musicales creados para distintas necesidades (temas románticos, exóticos, cómicos, etc.) y que cada sala de cine guardaba para su uso. Estos fragmentos facilitaban el trabajo de los intérpretes musicales, pues solo tenían que seleccionarlos para cada película.
Motivos comerciales pero también ideológicos y cultuales promovieron algunos cambios. Para ganarse cierta respetabilidad y convocar a las clases pudientes se hicieron películas son temas serios (adaptaciones literarias, especialmente) y también se procuró que la música tuviera carta de seriedad. En este cambio tuvieron mucho que ver los directores, quienes comprendieron las posibilidades expresivas de la música. Desde una perspectiva histórica, hay una evidente diversidad respecto a la música interpretada en vivo. Obviamente, hubo enormes diferencias en función de la ciudad donde se proyectara: su sentido, ritmo y calidad variaba de un lugar a otro. En ciudades como Nueva York, París o Londres una enorme orquesta se interponía entre pantalla y espectadores; en otras, se tenían que conformar con pequeñas formaciones y en las poblaciones menores, si había suerte, un violinista o un pianista. Sin tener presente que no fueron pocos los lugares donde el músico, por dejadez o inexperiencia, destrozaba literalmente las partituras más elaboradas.
No era inusual que la música se utilizara durante los rodajes, interpretada en vivo tras las cámaras o mediante el empleo de fonógrafos para crear la atmósfera más adecuada que sirviera a los actores a interpretar con mayor convicción sus personajes: la música jugaba así un rol similar, pero a la inversa, de cuando era interpretada durante las proyecciones. D.W. Griffith, por ejemplo, llegó a utilizar toda una orquesta en el plató de Intolerance (1917) para ayudar a despertar la furia de los miles de figurantes en las escenas de batalla, pero esto no implicaba que la música que se empleaba durante el rodaje fuera la que se escuchara en la proyección. Kevin Brownlow, en, "The Parade's Gone By" cita una divertida anécdota vivida por el director francés Maurice Tourneur mientras trabajaba en Estados Unidos: Tourneur vio a un equipo de rodaje filmando una persecución desde la parte trasera de un camión. Este equipo era animado por un vehículo que circulaba paralelamente al camión, cargado de músicos que tocaban una frenética melodía. O Carl Davis, especialista en la reconstrucción de músicas para el cine mudo, descubrió durante su trabajo de documentación de Greed (1923), de Erich von Stroheim, una foto en la que en medio de un calor bochornoso se veía dos músicos vestidos con traje y corbata y en plena acción.
La primera banda sonora oficialmente escrita para un filme fue realizada en 1908 por el francés Camile Saint-Saëns para L’assassinat du Duc de Guise, pero otras fuentes indican que el pionero fue el italiano Romolo Bacchini, en la película Malia dell’Oro, de 1906. En 1908 el ruso Mikhail Ippolitobv-Ivanov lo hizo también para el filme Stenka Razin. Y en Estados Unidos se atribuye la primera composición de cine a Walter Cleveland Simon, para Arrah Na Pough (1911). Aunque ninguno de estos posibles primeros títulos tuvo la menor trascendencia. Sí la tuvo, en cambio, el trabajo de Joseph Carl Breil para The Birth of a Nation (1915), de Griffith. Breil fue un músico astuto que comprendió las posibilidades de la música y también la vio como una forma de promoción. Así, escribió un tema de amor titulado “The Perfect Song”, que tendría un gran éxito y cuya partitura muchos comprarían para reproducirla en el piano de sus hogares. También gozaron de reconocimiento las partituras de Victor Schertzinger para Civilization (1916), de Thomas Ince, y de Victor Herbert para The Fall of a Nation (1916), de Thomas Dixon, en la que se rehuyó el por entonces habitual uso de temas clásicos en beneficio de la creación propia.
El efecto fue impactante y ayudó a que surgieran otras composiciones originales, aunque los elevados costes que suponía mantener a las orquestas dificultó el asentamiento de esa nueva forma de exhibición. Era, por tanto, estrictamente necesario que se introdujera la técnica del sonido para que la música saltase del foro de los escenarios y se introdujera plenamente en el epicentro del celuloide. Cuando eso ocurrió, los avances fueron espectaculares.