Un chico cuya madre sufre cáncer y que mantiene una tensa relación con su abuela recibe la visita de un monstruo que le propone un trato: le contará tres relatos a cambio de que el muchacho le explique cuál es la verdad que hay tras sus pesadillas.
De los tres largometrajes que hasta ahora ha hecho el compositor con el director, este es el que tiene una música que funciona más distanciada del primer plano, pero como en los anteriores establece sinergias en lo emotivo y en lo narrativo, y la labor de Velázquez es considerablemente eficiente en lo estructural y en el entendimiento de lo que es el trasfondo y esencia de lo relatado.
El tema principal -una sencilla y bella melodía- se aplica para abrirle al protagonista el camino hacia la conciliación y la aceptación. Concretiza una necesidad que es explicativa, que es emotiva y que sobre todo es implicativa para el espectador, pero siempre en un ámbito muy íntimo, muy personal, muy del chico y no tanto de quienes le rodean. Aparece inicialmente allá donde hay algún indicio de felicidad o de su necesidad de ella, pero siendo una música sentimental pero cautelosamente positiva no logra encontrar momento para expandirse, hasta la secuencia con su padre, cuando cree que irse con él es la perfecta escapatoria de su angustia. Cuando esa ilusión se esfuma, vuelve a un estado frágil e incluso sufriente, delicado pero si perder su tono de esperanza, hasta un exquisito, elegante y nada melodramático final, que resulta profundamente hermoso por lo previamente recorrido y el significado adquirido.
Nada hay más importante que este tema, en lo musical, y eso que hay muchas más músicas, más categóricas y también más poderosas. Pero no teniendo estas carga significativa relevante hacen que el tema principal se convierta en un referente narrativo que además genera expectación de resolución, pues queda siempre abierto en sus sucesivas apariciones, hasta el final. Pero hay otro contraste muy importante, hábil e inteligente, y es la ausencia de música en las secuencias más dramáticas, que son unas cuantas. En estas escenas (son con el niño y alguno de los adultos), la no música revaloriza nuevamente la significación del tema principal allá donde hace acto de presencia, y el hecho de no emplear música en estas secuencias les da un tono muy íntimo que evita lo melodramático -la película es exquisita en este sentido- y también evita la confusión sobre el tema principal y el abrir nuevos frentes que generarían saturación musical.
Hay abundancia de músicas ad hoc que se supeditan por completo a los acontecimientos y relatos que se suceden, y que aportan naturalmente un tono de fantasía, de misterio, también mágico y épico, con coros, dependiendo de las circunstancias. Son músicas ambientales bien resueltas y cuidadosamente imbricadas con el sonido y los efectos sonoros (magnífica labor de Oriol Tarragó), un apartado vital en el filme como elemento dramático, y la música se suma para dar apoyo y refuerzo a la ambientación, salvo cuando se interfiere el tema principal, que entonces todo es explicación y anhelo de solución.