Un abogado se ve súbitamente inmerso en las entrañas de la Guerra Fría cuando la CIA le envía con el encargo casi imposible de negociar la liberación de un piloto estadounidense capturado en la Unión Soviética.
Es inevitable recordar a John Williams o imaginar lo que hubiera hecho en caso de no haberse apartado voluntariamente de esta producción. Lo cierto es que la música de este filme recuerda bastante a Williams, pero siendo Newman un compositor de sobrada personalidad y entidad, hace obvio que Spielberg ha buscado esa sonoridad que le ha dado en tantas ocasiones Williams pero que Thomas Newman ha sabido pasar por un filtro propio, imprimiéndola con su propio sello.
Es una banda sonora que tarda en hacer su aparición en el filme y que realmente no asume funciones narrativas, sino ambientales, con inserciones secuenciales que se ocupan de momentos concretos y que, aunque contribuyen a dar un tono general de dinamismo y de tensión, no son músicas que aporten matices significativos a lo que ya está explicado en el guion literario. En algunos momentos, incluso, con cierto maniqueísmo, como cuando se da un aire de trascendencia, de énfasis, con la incorporación de coros masculinos como referente obvio a lo soviético. Hay un cariz, eso sí, de decadencia, de ocaso, que se contrasta vivamente con la música que se aplica para lo dramático, que gana espacio hasta llegar a explosionar en lo que constituye el bellísimo tema principal, en la forma de una melodía de aires elegíacos, ciertamente hagiográficos, que sirve para rendir tributo al esfuerzo y riesgo del protagonista y, también, a la superioridad moral de los Estados Unidos, que es a fin de cuentas lo que explica el filme de Steven Spielberg.