Versión expandida y ampliada de Justice League (17), versión fiel a la visión original de la obra de Zack Snyder, que fuera apartado de la producción tras una tragedia personal y reemplazado por Joss Whedon. Con la determinación de asegurar que el sacrificio definitivo de Superman no fue en vano, Bruce Wayne une fuerzas con Diana Prince para reclutar a un equipo de metahumanos que protejan el mundo de una amenaza inminente de proporciones catastróficas.
Este extenso y bombástico superespectáculo de cuatro horas que borra de un plumazo el recuerdo de la versión anterior es una de las mejores películas basadas en el mundo del cómic, mundo que el director tributa desde el formato en que lo presenta, desde su argumento y tratamiento de personajes, su estructura en capítulos o su estética visual, sonora y musical. Y también se da la implicación de Zack Snyder como viñetista incorporando cuestiones personales -íntimas y dolorosas- que enraiza en la historia a través del argumento y de algunas canciones puestas exprofeso para expresarse, como Distant Sky de Nick Cave o el Hallelujah de Leonard Cohen que en otras circunstancias no tendrían sentido pero que aquí son declaraciones autorales legítimas.
De todos los elementos que hacen la película no es la música uno de los más importantes, a pesar de su casi omnipresencia. No lo es ni se pretende que lo sea, pues su rol no es de protagonista sino de absoluto apoyo: salvo algunas contadas secuencias, se posiciona en el ámbito de lo ambiental y, en menor medida, de lo dramático y lo narrativo, pero en este solo para las referencias: el uso frecuente de los distintos leitmotifs de los personajes -directos y sencillos- no aportan mucho en lo que a emociones se refiere sino que realzan y dan vigor a la presencia de sus propietarios, enfatizan su aura y les dan fortaleza: están y suenan donde deben estar y sonar, sin mucho más, aunque en verdad hay algún exceso (como sucede con el leitmotif vocal de Wonder Woman). En todo caso, las músicas preexistentes de otros filmes que se emplean aquí quedan bien integradas y con unidad de criterio, sin resultar caóticas.
El grueso de la música de Tom Holkenborg está para dar matices, énfasis, colorido, dinamismo y epicidad a las secuencias, a las imágenes, a los personajes o a las acciones, dependiendo de los casos. La sobreabundancia de música no es saturante porque no siendo explicativa no da informaciones que la audiencia deba procesar, porque todo lo que debe ser explicado ya está evidenciado en el resto del filme. Sin ese cometido es por tanto una música que se pega a la película y cumplimenta sus requerimientos ambientales, dramáticos o referenciales y se comunica emocionalmente con la audiencia ocupando en casi todos los momentos un segundo plano de percepción (es mucho más oída que escuchada) y dando incluso prioridad en la competición sonora a los efectos sonoros, que aquí tienen también gran importancia dramática y no solo para lo inmersivo.
En este aspecto de ayuda y apoyo al resto del filme, inmersivo y de gran espectáculo el resultado es sobresaliente. Luego está la cuestión estética, dirimir si es adecuada o no esta unión de música sinfónica y electrónica zimmeriana, industrial, con fabulosa producción, que aunque diste de poder compararse en calidad estrictamente musical a los Silvestri o Williams, es un modo de hacer que lleva muchos años funcionando en el cine, con mejores y peores resultados. Aquí ni se crean moldes ni tampoco se destruyen los ajenos, pues de hecho es en muchos aspectos una banda sonora conservadora que recurre a fórmulas ya vistas, pero la única opción que sería inaceptable es que no fuera útil a la película, que la malograra, la hiciera confusa o quisiera abarcar mucho y acabara en tan poco como la que firmó Danny Elfman. No solo borra de un plumazo el recuerdo de la versión anterior sino que supera con creces a no pocas bandas sonoras del mismo patrón industrial hechas para este tipo de películas.