Ayer se cumplieron dos años de la trágica muerte, a la tempranísima edad de 61 años, de James Horner, víctima de un accidente con la avioneta que pilotaba. Han pasado dos años, y los que aman la música de cine notan mucho su ausencia. Pero me temo que el cine no tanto.
Horner no fue un compositor de los que se dedican a poner música en las películas sino un cineasta de primera categoría, aunque como los grandes lo llegó a ser en base a mucho trabajo y a una progresiva implicación en la construcción de las películas desde la música. Sus comienzos son conocidos: se inició en películas de estudiantes y en filmes menores, hasta que tuvo su primera gran oportunidad con Star Trek II. The Wrath of Khan (82), a la que irían siguiendo títulos de mayor envergadura y que le acabarían encumbrando como uno de los nombres más determinantes y relevantes en el panorama cinematográfico norteamericano. Dos Oscar (ambos por Titanic) y otras diez nominaciones fueron solo algunos de los muchos reconocimientos que tuvo por su gran versatilidad, la de un autor capaz de crear apabullantes músicas sinfónicas y delicadas melodías intimistas, talentoso para construir mundos imaginarios desde la orquesta y para trasladar al espectador a épocas históricas del pasado. Fue un grande, no exento en ocasiones de polémicas, encendidos debates y también algunas chanzas (el asunto del parabará, tantas veces comentado).
Braveheart (95), Legends of the Fall (94) o Aliens (86) merecen figurar en cualquier lista de las mejores bandas sonoras de la Historia del Cine, valores los suyos que fácilmente demostrables en tanto el compositor hizo exactamente eso: enseñar a hacer cine con la música. Lo evidenciamos en el Capítulo 27 de Lecciones de Música de Cine, que dedicamos a Braveheart. Fue autor de creaciones menos brillantes y de menor calado, como por otra parte es obvio cuando se trabaja en tantas producciones, pero en todas ellas imprimió su firma personal, autorizada y con autoridad, en un entorno -el hollywoodiense- donde el valor de la firma contabiliza cada vez menos. En una industria donde vales lo que genera tu última película hay que decir que aparentemente el valor de su firma estaba a la baja, cuando filmes como The 33 (15), película deplorable, o Wolf Totem (15) fueron fracasos comerciales importantes y tanto Southpaw (15) como The Magnificent Seven (16) pasaron con más pena que gloria. Todo esto, naturalmente, al margen de las músicas que hizo.
Horner, compositor personal y artesanal, será olvidado por la industria porque no ha generado escuela: nadie hace la música como él y a nadie se le pide que haga la música como él la hacía. Afortunadamente, desde luego. Me comentó un compositor relevante que en Hollywood ya hay gente de la industria que no sabe quién es Jerry Goldsmith y como los grandes creadores, me temo que el destino de Horner será el mismo. Que suceda con los compositores industriales, los que participan gustosa o forzadamente en el The Imitation Game, es normal pues nada de eso se mantendrá con el tiempo. Pero la condena al olvido de quienes tanto hicieron por el cine es doloroso y desde luego injusto. Pero también debo decir que si solo se le va a recordar por la música que hizo y no por el cine que creó, desde luego también será olvidado o ignorado por los aficionados a la música de cine del futuro, si nos atenemos a lo que importan hoy en día no pocos autores clásicos para los seguidores de no pocos autores modernos. Pero si mantenemos viva la aportación cinematográfica que hizo al Séptimo Arte, nada habrá que pueda oscurecerle. Y hay que hacerlo.
Nota: este editorial es el mismo que publicamos, hace ahora un año, titulado El cine sin James Horner, al que le hemos dado mínimos retoques. Lo rescatamos como tributo al añorado compositor.